Caminaba por un paseo, que parecía consistir
en una recta interminable.
¿Habéis estado en el Retiro? Se daba un aire.
¿Habéis estado en el Retiro? Se daba un aire.
Vi a varias parejas, iban de la mano. Bañadas en sirope y cubiertas de azúcar glass.
Acarameladas, y nunca caramelizadas. No sabían de ternura.
Otras, que se devoraban, rugiendo
hasta las entrañas, queriendo siempre más.
Tampoco sabían de amor.
También pasé de largo.
Tampoco sabían de amor.
También pasé de largo.
Y seguí caminando.
Al fondo, escondido tras el cartel de lo inescrutable,
se encontraba él. O ella. No lo sé, porque sólo vi a una persona, en su valor
más absoluto.
Tenía los rasgos finos.
Y unos ojos profundos. Profundísimos. En ellos vi el vacío, pero un vacío que acogía a más de media ciudad.
Un vacío que se sabía la mitad exacta de nada.
Un vacío que se sabía la mitad exacta de nada.
En lo más hondo, a lo que me referiré, desde entonces, desde ahora, como hogar,
había tristeza, pero no era desdichada.
había tristeza, pero no era desdichada.
La mecía, la acunaba,
hacía que el mimbre hablara, entre quejidos, de luces y marejadas.
Y eso que apenas sabía andar.
hacía que el mimbre hablara, entre quejidos, de luces y marejadas.
Y eso que apenas sabía andar.
Tenía las manos ensangrentadas, pero no
rojas: era tinta.
Tenía algo su rostro de demacrado,
ojeras, y los labios cortados.
De las cartas que aún mandaba en cada cumpleaños.
(Y a quién le importaba)
Era dolor, raído y desgarrado.
Y por dentro, era de colores.
Los más vivos, los más raros.
Era un castillo derruido, un ventanal desvencijado.
Un tapiz hecho girones, una voz hecha
pedazos.
Ronca, rota y quebrada.
A trazos.
A trazos.
Y era precioso.
Porque si algo es la belleza,
Es subjetiva.
Una mujer con arrugas en la piel y manos cartografiadas,
y la mirada más que viva,
con más comprensión que añoranza,
a lo lejos,
y la mirada más que viva,
con más comprensión que añoranza,
a lo lejos,
Sonreía.
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